El título de este artículo nace de una certeza: que la Masonería no es una reliquia del pasado, trasnochada y ajena a la realidad de hoy, sino que se trata de una tradición que está viva y que conserva en sus ideas toda la potencia intelectual capaz de dar respuesta a las preguntas esenciales que, hoy como ayer, continúan haciéndose quienes se interrogan acerca de sí mismos y desean emprender un camino a la búsqueda de su verdadera identidad. "¡Conócete a ti mismo!" exclama la antigua sentencia socrática, y que la Masonería hace suya como uno de los lemas que mejor define su principal objetivo y razón misma de ser.
Está claro que son esas ideas, vehiculadas por los códigos simbólicos, las que dan verdadera "fuerza y vigor" a la Masonería. Además, y como iremos viendo, dichas ideas han tenido también un papel activo en la historia de Occidente, especialmente a partir del momento en que ésta empieza a conformarse durante los primeros siglos de nuestra era, a lo que contribuye decisivamente toda la herencia cultural de la Antigüedad Clásica. En este sentido debemos recordar que desde sus orígenes la Masonería pertenece a un ámbito mucho más amplio: el de la Tradición Hermética, que está a su vez comprendida dentro de la Tradición Unánime, también llamada Filosofía Perenne, términos que expresan muy bien la idea de un Saber presente ininterrumpidamente en todos los pueblos y civilizaciones a lo largo de la historia, y que constituyen una serie ordenada de conocimientos interrelacionados, de una doctrina (jamás de un dogma), capaz de explicar a los hombres su propia naturaleza y la del mundo en que viven.
Podemos entonces decir que dichas civilizaciones han existido gracias a ese Saber y a los conocimientos que de él derivan y que han conformado la idea misma de cultura, como podemos apreciar estudiando, y sobre todo comprendiendo, la concepción del mundo (esto es la cosmogonía y la metafísica) que ellas nos han dejado a través de la sacralidad de sus códigos simbólicos, sus ritos y mitos fundacionales.
La Masonería tiene también sus símbolos, sus ritos y sus mitos, todos los cuales configuran en efecto una concepción del mundo y del hombre basada fundamentalmente en el Arte Constructivo, imbricado con las restantes disciplinas que conforman la médula del Hermetismo: la Alquimia, la Teúrgia, la Magia Natural y la Astrología-Astronomía, también llamada Ciencia de los Ciclos y de los Ritmos, sin olvidarnos de las distintas corrientes de pensamiento que procedentes de las Religiones de Misterios, del Pitagorismo, del Neoplatonismo, de la Gnosis judía y cristiana y la herencia de la antigua sabiduría Egipcia, fueron fijadas, bajo la advocación del dios Hermes, en la Alejandría de los primeros siglos de nuestra era, y de la que surgirían las ideas-fuerza que han hecho posible el desarrollo de la cultura occidental en su más amplia expresión, y que lejos de apagarse con la llegada de las ciencias materialistas que han generado al mundo moderno, continúan estando vigentes a través de diferentes instituciones, grupos y personas, vinculadas de una u otra manera con la Tradición de Hermes.
Qué duda cabe que la Masonería constituye hoy en día una de esas instituciones, y aunque nacida bajo su forma actual en el siglo XVIII porta sin embargo en su seno la profunda huella dejada por las antiguas tradiciones de constructores, como lo testimonian muchos de sus símbolos, entre los que destacan los geométricos y los relacionados específicamente con la construcción, como el compás, la escuadra, el nivel, la plomada, etc. Existe también todo un código ritual que se vincula con esa simbólica, y desde luego los nombres de sus tres grados (aprendiz, compañero y maestro) revelan indudablemente un origen artesanal y de oficio. Además, el propio trabajo iniciático conserva en la Masonería un carácter colectivo y grupal, lo que está expresado perfectamente en la llamada "cadena de unión".
No es poca cosa esa herencia, teniendo en cuenta además que esas mismas corporaciones de constructores eran también herederas, por distintas vías, de las que se conocieron a todo lo largo y ancho de la cuenca mediterránea, y muy especialmente de aquellas que existieron en Egipto y el Cercano Oriente.
Como sabemos, la gran civilización egipcia fue en su último período contemporánea de la civilización greco-latina, y es sobradamente conocido lo mucho que ésta debe a Egipto, cuyo saber milenario se dejó sentir en los más importantes filósofos griegos, especialmente en Pitágoras y Platón, de los que precisamente surgirían la mayor parte de las ideas que contribuyeron a conformar la concepción del mundo propia de la cultura occidental. Recordemos que Pitágoras, heredero al igual que Platón de la tradición órfica de raigambre puramente griega, fue asimismo iniciado por los sacerdotes egipcios, con los que pasó numerosos años participando plenamente de las enseñanzas emanadas de Thot-Hermes (o sea de la Sabiduría), pues como se sabe aquellos sacerdotes eran los que conservaban y transmitían la Ciencia Sagrada revelada por esa Deidad, siendo precisamente la arquitectura una de sus expresiones más importantes y significativas, como podemos ver en el caso de las pirámides y otros monumentos que continúan desafiando el paso del tiempo.
Precisamente las ideas de que se valieron los constructores de la Antigüedad Clásica están en gran parte ligadas a las enseñanzas de los pitagóricos, es decir a las Ciencias del Número y la Geometría, como ocurre por ejemplo con los collegia fabrorum romanos, quienes pervivirían como tales hasta los albores de la Edad Media, sobre todo en Bizancio y el norte de Italia, momento en que se cristianizan, inaugurando así un nuevo ciclo pero conservando y difundiendo a través del Arte Constructivo lo esencial de su herencia secular. A este respecto, no estará de más referirnos a una leyenda medioeval difundida entre las cofradías de constructores de habla inglesa, según la cual un tal Peter Gower, originario de Grecia, trajo a los países anglosajones determinados conocimientos relativos al Arte de la construcción. Algunos autores, entre ellos René Guénon, afirman que este personaje, Peter Gower, no era sino el mismo Pitágoras, o mejor dicho, las ciencias del Número y la Geometría que a través de las cofradías de constructores se introdujeron en las islas británicas al mismo tiempo que en todo el continente, especialmente en Francia y los países germánicos. Precisamente en Gran Bretaña esas cofradías asimilan también la cosmogonía de las tradiciones de los constructores locales de origen celta y pertenecientes a un linaje que se remontaba a aquellas culturas del Neolítico que levantaron por ejemplo Stonehenge y otras edificaciones prehistóricas, algunos de cuyos restos (como el del propio Stonehenge) revelan un alto conocimiento de la astronomía y las leyes que rigen el Cosmos en su realidad sutil y física.
Y puesto que hablamos de Pitágoras y Platón, hemos de tener en cuenta que en las antiguas civilizaciones muchas veces los nombres de las personas, ya históricas o legendarias, designan más que a esos personajes mismos a los conocimientos que ellos vehicularon y que con frecuencia se transmitieron por el conducto de las escuelas o cofradías que fundaron. Es lo que en cierto modo ocurre también con el pitagórico Euclides, uno de los jefes de la Escuela Matemática de Alejandría allá por el siglo III a.C., y que es mencionado en los "Antiguos Deberes" (Old Charges) de los masones medioevales como el "padre" de la Geometría, recalcándose que ésta no designa sino a la propia Masonería.
Y ya que mencionamos a los Old Charges hemos de decir que éstos constituyen una serie de manuscritos originarios de la Masonería inglesa y escocesa, los primeros de los cuales aparecen hacia el fin de la Edad Media (el Regius y el Cooke concretamente) y los últimos hacia el siglo XVIII (el Graham y el Dumfries), período de unos trescientos años durante el cual tiene lugar el cambio de la Masonería del oficio en la Masonería especulativa. Esos manuscritos contienen sobre todo una historia legendaria de la fraternidad masónica, historia que trata principalmente del "origen primero de la Geometría", destacándose también al resto de ciencias y artes liberales. Se menciona a sus fundadores míticos y antediluvianos (Caín, Seth, Henoch, Lamec, Jabel, Jubal, Tubalcaín, Noemá, Noé) y a ese linaje de dioses, sabios y filósofos (Hermes, Pitágoras, Euclides), patriarcas (Abraham) reyes (Nemrod, David, Salomón, Hiram de Tiro, Athelstan, Edwind), artesanos históricos y legendarios (Hiram, Adoniram, Amon, Naymus Grecus), y tantos otros que han transmitido la Ciencia Sagrada a lo largo del tiempo y que constituyen la auténtica "cadena áurea" de la Orden masónica, en la que pervive la memoria de un origen mucho más antiguo (tan antiguo como la Geometría). Y es justamente para que esa memoria no se perdiera que se plasmó por escrito (a través de los Old Charges y otros documentos de la Masonería continental) lo que antes se transmitía de forma oral. En esa transmisión, ya fuese oral o escrita, se vehiculaba, como decimos, la historia sagrada de la Orden, la que formaba parte de la enseñanza que recibían los que recién ingresaban en el oficio. Existe constancia de que la costumbre de leer los Old Charges al nuevo masón era común en la época medioeval y renacentista, y lo continuó siendo durante el siglo XVIII, como lo atestiguan las propias "Constituciones de Anderson", en las que figura explícitamente la obligación de leérselos al recipiendario como parte integrante del rito de iniciación.
Volviendo de nuevo a los constructores medioevales, hemos de decir que lo que éstos hicieron fue "adaptar" las formas de una tradición de origen milenario a otra de reciente cuño: el cristianismo, lo que no fue muy difícil debido a que el propio cristianismo había "absorbido" ya muchas cosas de las corrientes esotéricas anteriormente nombradas, sobre todo a través de los primeros Padres de la Iglesia, algunos de los cuales, como Dionisio Areopagita, Orígenes, Clemente de Alejandría y San Agustín, lograron la síntesis entre la espiritualidad cristiana y la tradición de Hermes, Pitágoras y Platón, síntesis de la que surgirían las ideas de que se valdrán más tarde los arquitectos medioevales, plasmándolas primeramente en el románico (llamado así porque estaba inspirado directamente de los collegia fabrorumromanos), y posteriormente en el gótico. En este contexto no deberíamos olvidarnos de Boecio, uno de los últimos representantes de la Academia Platónica de Atenas allá por los siglos V y VI, y a la que habían pertenecido los más ilustres neoplatónicos (Proclo a la cabeza) de los primeros siglos de nuestra era. La contribución más importante de Boecio, autor de “La Consolación de la Filosofía”, fueron sus estudios sobre astronomía, geometría, aritmética y música, es decir las ciencias y artes del Número, la Medida, la Armonía y el Ritmo, esenciales en la arquitectura y el simbolismo constructivo. Todo esto fue recibido por los filósofos medioevales llamados a ser los auténticos continuadores de ese Saber, difundido a través de sus obras y de las distintas escuelas que fundaron por toda Europa (Chartres y Oxford entre las más destacadas), y en las que era muy importante el estudio del Timeo de Platón, que es por cierto su libro más pitagórico, y donde se describe la Organización del Cosmos en base a principios de orden numérico y geométrico, los que cohesionan y fundamentan el discurso creacional en cualquiera de sus manifestaciones. De ahí precisamente se extrajo la imagen del Dios creador, del Ordenador del Mundo, revestido con los atributos de un arquitecto, con el compás en la mano trazando los límites del cosmos, como podemos ver en tantos grabados de la época.
Cuando antes comentamos que los collegia fabrorum romanos se cristianizaron queríamos decir que asumieron la herencia cristiana, o para ser más precisos: la herencia judeo-cristiana, pues la civilización medioeval es fundamentalmente judeo-cristiana, y los gremios de constructores no fueron ajenos a esa realidad, hasta el punto de que las catedrales y otras edificaciones se construyeron teniendo su modelo simbólico en el Templo de Salomón, hecho éste que podemos considerar como crucial en la historia posterior de la Masonería y en general del esoterismo occidental. En efecto, los constructores medioevales al tomar el Templo de Salomón como su modelo simbólico se convirtieron también en los herederos de los constructores que edificaron aquel Templo, que es a su vez una imagen de la Jerusalén Celeste, o sea de la Ciudad Mítica que describieron Ezequiel y posteriormente San Juan, pero cuyo origen es en esencia atemporal y enlaza directamente con una genealogía espiritual (los antepasados míticos e históricos, habitantes del "Oriente Eterno") que supera en este caso a una tradición específica (como pudiera ser la judeo-cristiana), remontándose al origen mismo de la humanidad.
Todas las civilizaciones tradicionales han nacido y se han desarrollado de acuerdo a la idea de un origen celeste y sagrado de su cultura, idea permanentemente reiterada por sus símbolos cosmogónicos y metafísicos, sus ritos y sus mitos. Dice a este respecto Federico González en Los Símbolos Precolombinos:
“La ciudad celeste es un espacio distinto, un país que coexiste con el nuestro, una patria de cuerpo espiritual en donde habitan los dioses, y los difuntos. (...) Lo que la ciudad celeste es al símbolo espacial, las genealogías, o los antepasados, lo son al temporal, y ambas confluyen para cimentar la realidad y la vida tribal. Coexisten en el mundo de las Ideas platónico y conforman el arquetipo. (...) Casi todas las tradiciones han sentido que son heredadas en esta tierra de aquella ciudad del cielo y descendientes de sus moradores, y de allí que hayan pensado invariablemente que su patria constituía el centro del mundo; o sea, un lugar especialmente 'cosmizado', en donde las energías del cielo y la tierra, de los vivos y los muertos, se conjugaban permitiendo el desarrollo de la vida y de esa comunidad en el tiempo. (...) Los grandes mitos y leyendas se refieren siempre a los génesis cosmogónicos mediante los cuales se explica la existencia y se encuentra un orden y un sentido en la inestabilidad del devenir. La cosmogonía es siempre actual, al igual que el tiempo, y se regenera continuamente; en la eternidad del presente, el pasado y el futuro son abolidos. La ciudad celeste y los antepasados son aquí y ahora, y el hombre un vínculo permanente entre dos realidades, o mundos. Por la reiteración ritual del mito ancestral y por medio de los símbolos que lo revelan se puede efectuar el pasaje de lo conocido a lo desconocido. Ese es el propósito de toda enseñanza y la razón de los secretos del oficio.”
Y si ese centro del mundo de que se habla más arriba lo extrapolamos a la época medioeval, y posteriormente a la renacentista, vemos que éste no es otro que el propio Templo de Jerusalén, o Templo de Salomón, imagen de la Ciudad Celeste, y es precisamente la Idea que promueve esa Ciudad la que impulsa realmente a los constructores a cumplir con su oficio, dejando la huella de su Arte y su Ciencia grabada en la piedra de la catedral románica y gótica, y por tanto plasmando en ellas una cosmogonía tejida de relaciones permanentes entre el mundo natural y el sobrenatural, entre el mundo físico y el metafísico, siendo el símbolo el intermediario entre ambos y el que hace posible su unión en la mente y el corazón del hombre.
Allí, grabados en los muros, en las columnas, capiteles, tímpanos y bóvedas, vemos representados a los tres reinos de la naturaleza: el mineral, el vegetal y el animal, lo mismo que el mundo del hombre y el plano intermediario, poblado de seres fabulosos, dioses y héroes, y que comprende también los diversos cielos planetarios y el zodíaco, rematándose todo ello con las jerarquías y potestades angélicas que circundan el trono donde mora la Deidad, el Pantocrator, el Señor del Mundo. En verdad la obra del arquitecto medieval es un libro de imágenes y símbolos herméticos que nos muestran la estructura del Cosmos y los diversos planos o niveles de que se compone, de los más densos y groseros hasta los más sutiles, los que viven igualmente en el hombre, por lo que éste siempre tiene la oportunidad de acceder a ellos y conocerlos en sí mismo, lo que es igual a la identificación con el Ser Universal o Gran Arquitecto del Cielo y de la Tierra
.
Por eso mismo entre los antiguos constructores (y no nos referimos tan sólo a los occidentales, sino a los de todas las civilizaciones), que estaban inmersos en un "cosmos sacralizado", el proceso de la edificación, la ejecución de la obra, adquiría un carácter esencialmente ritual. Esto es obvio en los templos y recintos sagrados, aunque ese carácter se extendía también a la vivienda, en donde lo práctico se combinaba perfectamente con su significación simbólica, pues lejos de estar pensadas como "máquinas de habitar" (como pretendía Le Corbusier, uno de los padres de la arquitectura moderna), su estructura tenía siempre una significación cósmica, exactamente igual que los templos, que a este respecto poco se diferenciaban de las viviendas. En efecto, según la concepción de los antiguos constructores todo el edificio, ya fuese casa o templo, debía representar al Cosmos en su totalidad, o sea con los diferentes mundos que lo integran: el mundo terrestre, el mundo intermediario y el mundo celeste, de tal manera que era verdaderamente una imagen simbólica realizada "según el orden" establecido por el Arquitecto Supremo, también llamado "Espíritu de la Construcción Universal".
Esos mismos constructores conocían perfectamente la estructura cósmica y otorgaban un enorme valor a las ciencias y artes que la revelan, entre las que destaca la Geometría, la "ciencia de la medida", a la que no hay que entender tan sólo en su aspecto cuantitativo sino sobre todo cualitativo, que es el que está especialmente ligado al simbolismo de la "luz", tan estrechamente relacionada con la Geometría, pues mediante sus rayos luminosos mide la totalidad del espacio realizado, y, al mismo tiempo que las ilumina, manifiesta las cosas que contiene, de ahí que la luz se haya tomado siempre como un símbolo del acto cosmogónico por excelencia. Recordemos, sin ir más lejos, el “Fiat Lux” del Génesis.
En este sentido el proceso de la construcción sigue las pautas marcadas por el Dios Arquitecto, o Dios Geómetra, en la elaboración del Plan Cósmico surgido de su Pensamiento y manifestado mediante su Inteligencia (la que todo lo hizo en "medida, número y peso" según el versículo bíblico), que es justamente la que el constructor humano ha de encarnar e imitar en su obra. Y ambos, el proceso de la construcción y el de la creación del Mundo, se ven reflejados en el proceso alquímico de transmutación que el hombre realiza consigo mismo, por lo que la Geometría sagrada expresa verdaderamente esas pautas, leyes y principios que constituyen la guía intelectual que ordena el devenir de ese proceso interior, que necesita previamente de una "materia prima" en la que se pueda "obrar" o "trabajar", "materia" que actualiza todas sus posibilidades gracias a la presencia constante del fuego sutil del amor y la pasión por el Conocimiento.
Una forma de transmitir la enseñanza del Arte Constructivo era a través de los signos lapidarios, es decir de las marcas grabadas en la piedra. A través de esos signos los antiguos masones y compañeros constructores querían efectivamente transmitir una serie de conceptos e ideas relacionadas con el conocimiento de la cosmogonía, de sus principios y leyes fundamentales, plasmadas en las formas geométricas. En realidad todos los signos lapidarios se reducen a unos cuantos esquemas fundamentales: el círculo, la línea (eje), la espiral, el cuadrado, el triángulo y la cruz. A partir de ellos se generan todos los demás signos (y también el diseño de las propias herramientas que se utilizaban para la construcción: mazo, cincel, plomada, nivel, escuadra, paleta, compás, etc.), y todos juntos conforman un código o lenguaje simbólico que constituye la "clave" para entender el significado profundo que encierra la propia construcción realizada de acuerdo al modelo cósmico. Así pues, los signos lapidarios están estrechamente vinculados a la arquitectura, la cual en el fondo no representa sino el desarrollo completo de las ideas expresadas a través de dichos signos, o símbolos.
De Bizancio a Irlanda los compañeros viajeros han dejado sobre la piedra su signatura parlante bajo la forma de signos lapidarios. Esta signatura constituía en suma la imagen reducida de un plan de edificio construido sobre su círculo director, según este 'arte de geometría', una de las siete artes liberales, enseñado en las universidades monásticas y a partir del cual una metafísica fue edificada. Grabando su signo el compañero no 'justificaba' solamente su identidad, sino su cualidad y sus conocimientos.
Por otro lado, el hecho mismo de grabar los signos en la piedra se consideraba un rito, quizás por el mismo hecho de que éste, el rito, no es sino el símbolo en acción, es decir actuante, y el mismo trazado simbólico es, a su vez, la fijación de un gesto ritual. Precisamente, el origen de ese gesto está en el propio acto del Gran Arquitecto creando el cosmos, por lo que la construcción aparece entonces como una verdadera "imitación" de ese mismo acto, o gesto inteligente, que es además el origen de todo verdadero arte, cualquiera que éste sea, pero que siempre tendrá como objetivo esencial poner nuestro ser en armonía con el ritmo del mundo, fuente de toda vida y expresión dinámica de la Unidad primordial. Tengamos en cuenta, en este sentido, que los antiguos arquitectos y maestros de obra no utilizaban como hoy planos detallados del edificio a construir. Estos eran mucho más sencillos, reducidos en bastantes ocasiones a diseños de las distintas partes de la construcción. Esta, en sus aspectos esenciales, era la proyección al exterior de una imagen sutil concebida en la mente y el espíritu del arquitecto, y los oficiales que tenía a su cargo conocían perfectamente las reglas y técnicas del oficio necesarias para su realización, las cuales les fueron reveladas oralmente y comprendidas mediante la práctica reiterada (y ritual) de ese mismo oficio.
Cerca, o junto a las catedrales y edificios en construcción, se encontraban las logias, donde se trazaban los planos, se repartían los cargos y se hablaba de los detalles de la obra. Esas logias, o talleres, no eran exactamente igual que las actuales ni tenían la misma función, aunque conserven el mismo nombre, pero en cualquier caso lo que sí queremos subrayar es que en el trabajo de aquellos constructores se conjugaba el arte y la ciencia, la práctica y la teoría, siguiendo así la famosa sentencia según la cual "el arte sin la ciencia no es nada". La iniciación a los "misterios del oficio" era en realidad una introducción a la sacralidad del símbolo. Por eso mismo debemos distinguir entre el constructor francmasón, que recibe con su oficio una concepción del mundo coherente con los principios de orden universal transmitidos a través de la tradición esotérica, y aquel otro que no conoce de ese oficio sino sus aspectos más exteriores, ignorando así el sentido profundo del Arte Constructivo, no pudiendo por tanto realizar u operar en sí mismo las ideas derivadas de ese Arte, al que por esta razón también se ha llamado "Arte Real", idéntico a la "Gran Obra" de la Alquimia, pues en esa "Gran Obra" se expresa, como anteriormente dijimos, el modelo del proceso iniciático, que dividido en tres grados de aprendiz, compañero y maestro, reproduce etapa por etapa el desarrollo íntegro de la "tinieblas a la luz", o del "caos al orden".
Por todo ello no es de extrañar que junto a los constructores encontremos a los sabios alquimistas, que eran también astrólogos, magos y teúrgos, perfectos conocedores de las ciencias de la naturaleza aplicadas como símbolos vivos del proceso iniciático y regenerador. Ellos dotaron a las catedrales y a otros edificios de carácter civil de numerosos símbolos basados en las correspondencias y analogías entre el macro y el microcosmos, siguiendo así la máxima de Hermes Trismegisto: "lo de abajo es como lo de arriba y lo de arriba como lo de abajo".
La "piedra bruta" que los masones pulían y tallaban con destino a la construcción, representaba lo mismo que la "materia prima" de los alquimistas: el fundamento y la esencia de toda la Obra; ya se trate de la obra arquitectónica mediante su transformación en la piedra cúbica, o de la obra interior mediante su transformación en la "piedra filosofal", nombre alquímico de la obtención del Conocimiento.
Una construcción hecha con ese Arte que transfigura la materia y hace de ella un símbolo permanente de la Belleza (que al decir de Platón es el "esplendor de lo verdadero"), se genera a partir de un punto central, que es a su vez el "trazo" de un eje vertical invisible, pero cuya presencia es omnipresente en todo el templo. Ese punto central no es otro que el "nudo vital" que cohesiona el edificio entero, y donde confluye y se expande, como si de una respiración se tratara, toda la estructura del mismo. Dicho nudo era bien conocido por los maestros de obra, que veían su reflejo en el ombligo, sede simbólica del "centro vital" del templo-cuerpo humano. Esa estructura sutil del cosmos-catedral, imperceptible a los sentidos ordinarios, se percibe, no obstante, gracias a la intuición intelectual y a las formas visibles del cielo y la tierra, que están simbolizadas en la construcción por la bóveda semiesférica y la base cuadrangular o rectangular, respectivamente.
Naturalmente en la construcción de la catedral no sólo intervenían los masones sino también muchos otros gremios artesanales: carpinteros, escultores, tejedores, pintores, vidrieros, forjadores, etc., los cuales poseían también sus símbolos y ritos así como sus secretos del oficio, estando agrupados dentro del llamado Compañerazgo, tan estrechamente relacionado con la Masonería, hasta el punto de que, como afirma René Guénon, en un tiempo ambos constituían una sola y única tradición, y nosotros añadiríamos un solo arte: el Arte Constructivo en sus variadas expresiones.En todas esas artes y artesanías se hablaba un sólo y único lenguaje: el simbólico, que fue bautizado como la "lengua de Oc" (es decir el "lenguaje de los pájaros", lo que explica su carácter aéreo y sutil), de la que también participaban la tradición de los juglares y trovadores por medio del canto, la música y la poesía, y por supuesto las diferentes órdenes de la caballería cristiana más o menos estrechamente ligadas con el Hermetismo, sin olvidarnos tampoco de las diversas escuelas que, como las ya nombradas de Oxford y Chartres, recogieron también la herencia de la tradición pitagórico-platónica y la gnosis alejandrina. En esas escuelas, a cuyo calor florecerán las universidades gracias al desarrollo de la escolástica, se enseñaban igualmente las Artes Liberales, divididas en el trivium (las artes de la letra y la palabra) y el quadrivium (las artes del número y la geometría). Como hemos dicho en varias ocasiones, estas últimas (aritmética, geometría, música y astronomía) están directamente relacionadas con la arquitectura, por lo que eran perfectamente conocidas por los constructores, aunque desde luego éstos sabían muy bien que el Cosmos era también la grafía y el discurso, el Logos, del Gran Arquitecto.
La voz perenne de la Ciencia Sagrada no se apagaría en Occidente, aunque sí sufriría cierto debilitamiento debido al período de relativa oscuridad que sobreviene tras el fin del Medioevo (fechado en el siglo XIV), situación ésta que es propia de todas las épocas de transición. En efecto, en dicha época aparece la nefasta Inquisición y con ella las persecuciones contra los adeptos del verdadero esoterismo se acentúan por parte de la jerarquía eclesiástica, que se va alejando paulatinamente del mensaje salvífico proclamado en los textos evangélicos, alejamiento que ciertamente no ha dejado de producirse hasta la actualidad.
Pero la llegada del Renacimiento, en pleno siglo XV, inaugura un nuevo ciclo que va a traer nuevas perspectivas y posibilidades al desarrollo de las ideas herméticas y esotéricas, las que se verán reflejadas en las distintas vertientes de la cultura renacentista, y desde luego el oficio de la construcción se adecua a los nuevos tiempos, beneficiándose (como en la Edad Media) de esas mismas ideas llevándolas a la práctica mediante el Arte Constructivo.
Hemos de tener en cuenta también que durante el Renacimiento, la Iglesia, como institución, ya no interviene tanto en la dirección de los trabajos de los constructores, que recuperan también las formas arquitectónicas de la Antigüedad Clásica, en consonancia con el tono y el ambiente cultural de la época. En efecto, y como nos dice Federico González en su obra Hermetismo y Masonería:
“Si bien la Masonería, como hemos visto reiteradamente, tiene sus orígenes en los canteros de piedra medievales, y por lo tanto en las rigideces religiosas de las concepciones de ese tiempo, no debe olvidarse que desde esa época hasta el siglo XVIII, donde toma su forma especulativa, estos constructores han vivido inmersos en un nuevo mundo, el del Renacimiento, inspirado en el Corpus Hermeticum, el Pitagorismo (también los Himnos Orficos y los Oráculos Caldeos) y sobre todo en Platón, los neoplatónicos y Proclo, lo cual se ve reflejado en sus palacios, iglesias, jardines y torres, arquitectura interior, ingenios mecánicos y otras maravillas de magia natural y experimentación científicas y artísticas (pinturas, esculturas, orfebrería y mueblería) que tuvieron su origen en la Academia de los Médicis, dirigida por Marsilio Ficino, cuya influencia se extendió por toda Europa por casi tres siglos, y que por cierto estuvo presente en la Inglaterra Isabelina y sus sucesores, y que desemboca no casualmente, y sólo para nombrar un ejemplo, en la traducción del Corpus Hermeticum por Sir Walter Scott, maestro masón, en la misma época que las logias inglesas irrumpen con fuerza en la Historia moderna.”
En efecto, durante todo el Renacimiento y hasta el siglo XVIII las ideas de los filósofos herméticos y cabalistas-cristianos se reflejarán en la construcción realizada por los gremios artesanales, cuyos arquitectos, maestros de obra y operarios eran hombres ilustrados que conocían perfectamente la tradición de Hermes, Pitágoras y Platón, y por lo tanto estaban versados en las más diversas disciplinas, artes y ciencias. Como ejemplo de los arquitectos renacentistas ligados con las ideas herméticas merece destacarse al francés Filiberto de l'Orme (siglo XVI). Conocedor de la obra de los filósofos herméticos, cabalistas cristianos y neoplatónicos (en su obra escrita menciona a Orfeo, Pitágoras, Sócrates, Platón, Noé, Moisés, Salomón, Ezequiel, Marsilio Ficino, etc.). De l'Orme aplica en la arquitectura los principios que se desprenden de las correspondencias y analogías entre el macrocosmos y el microcosmos, entre el mundo sutil y el mundo corpóreo, de cuya interrelación permanente nace la Armonía del Mundo. Esta es la razón de que considerara a la arquitectura como una imagen de esa Armonía y como un compendio de todas las artes y ciencias cosmogónicas, y asimismo que el constructor no sólo debe poseer los conocimientos puramente técnicos del oficio, sino que además ha de ser un experimentado en Astronomía, Astrología, Música, Historia, Matemáticas, Filosofía, Pintura, Medicina, etc. De l'Orme es pues un arquitecto del Renacimiento que, como tantos otros, recibió el influjo intelectual de Hermes en la aplicación de su Arte.
Las obras de Marsilio Ficino (incluidas sus traducciones y comentarios al Corpus Hermeticum y la obra de Platón), Pico de la Mirandola (Heptaplus, Discurso sobre la dignidad del hombre), Cornelio Agripa (La Filosofía Oculta), Francesco Giorgi (De Harmonia Mundi), Johannes Reuchlin (De Arte Cabalistica y El Verbo Maravilloso), Guillermo Postel (De Orbis Terrae Concordia, El Vínculo del Mundo), Giordano Bruno (Expulsión de la Bestia Triunfante, La Cena de las Cenizas), John Dee (La Mónada Hieroglífica), entre tantos y tantos otros, ejercieron una gran influencia en los círculos intelectuales de toda Europa, y prepararon el camino para la eclosión del movimiento rosacruz a principios del siglo XVII, el cual tendrá un protagonismo muy importante en la gestación de la Masonería especulativa.
Robert Fludd (Historia Metafísica del Macrocosmos y del Microcosmos), Michel Maier (Atalanta Fugitiva), Enrique Khunrath (Anfiteatro de la Eterna Sabiduría), Juan Valentín Andreae (Las Bodas Químicas de Christian Rosencreutz, Cristianópolis), Comenius, Salomón de Caus etc., son algunos insignes representantes de esa corriente hermética y cabalista cristiana, que además estaba estrechamente ligada con diversas órdenes de caballería herederas más o menos directas de las que existieron durante el Medievo. En este sentido queremos señalar el hecho de que determinados autores (entre ellos René Guénon) consideran a la corriente rosacruz (hermética, alquímica y cabalista cristiana) como la antecesora directa de la Masonería especulativa, o "filosófica", como algunos prefieren llamarla. Según esos mismos autores la Masonería especulativa es la consecuencia directa de la "fusión" del Hermetismo rosacruz con las cofradías de constructores, es decir que lo que confluyó en el nacimiento de la Masonería moderna era nada menos que la propia tradición de Occidente, "protegida" y "a cubierto" a partir de entonces en el seno de las logias y templos masónicos.
Es innegable que esa "fusión" entre el Hermetismo rosacruz y la tradición de constructores se gestó en Inglaterra y en Escocia, y por tanto vivió relativamente "aislada" de las turbulencias religiosas, políticas y sociales que por aquel entonces (comienzos del siglo XVII) azotaban el continente europeo, y que encuentran su apogeo durante la Guerra de los Treinta Años. En efecto, como consecuencia de esta guerra, que devastó media Europa y que de alguna manera señala el momento cíclico de un cambio de época, muchos de los adeptos herméticos y rosacruces tuvieron que abandonar el continente instalándose en las Islas Británicas, donde todavía existía cierta tolerancia hacia las ideas herméticas, tolerancia que en verdad no desaparecería nunca de la tierra de Albión. De hecho casi todos los que entraban en las logias inglesas y escocesas, y que no eran gentes del oficio de constructor, pertenecían o estaban de una u otra manera relacionados con el movimiento rosacruz y las diferentes corrientes herméticas todavía existentes; o bien pertenecían a la nobleza, y por tanto vinculados, en mayor o menor grado, a esas órdenes de caballería que mencionamos anteriormente como unidas también al Hermetismo. Este es el caso de Elías Ashmole, que es en cierto modo el paradigma del masón no vinculado directamente con el oficio de constructor pero sí integrado en el Hermetismo.
Gracias a ese aislamiento y "cobertura", pudo llevarse a cabo efectivamente esa "fusión" de la corriente hermética y rosacruz con los masones operativos, que también estaban interesados en establecer analogías entre su oficio y otras artes y ciencias de la Cosmogonía. Por ejemplo, el escocés William Schaw (autor de "Los Estatutos Schaw", datados en 1598-99, y maestro de obras en la corte de Jacobo VI) estaba vivamente interesado en el Arte de la Memoria, el cual lo aprendió de los discípulos ingleses del neoplatónico y maestro hermético italiano Giordano Bruno, el gran difusor de este Arte en el Renacimiento.
Pero para comprender la aparición de la Masonería actual tendríamos que tener en cuenta que las logias masónicas del siglo XVII podían haber sido en un sentido un templo de la memoria, edificio imaginario que contenía lugares e imágenes fijas ayudando a memorizar los secretos de la Palabra del Masón y los rituales de iniciación. La recomendación formal de William Schaw para que los masones atestigüen sobre el arte de la memoria y la ciencia a la que éste se refiere ha sido vislumbrada por generaciones de historiadores masónicos pero su significación nunca ha sido señalada. Y sin embargo esa recomendación nos da la clave para la comprensión de los aspectos principales de los orígenes de la Francmasonería, vinculando el oficio de masón operativo a las búsquedas de los magos herméticos.
La idea de la Logia masónica como un templo de la memoria es enormemente sugerente, y responde exactamente al papel mnemotécnico que desempeñan los símbolos que la decoran, empezando por la Logia misma, imagen simbólica del Cosmos. La Logia, el Templo, bajo el punto de vista del Arte de la Memoria, arte esencialmente hermético, pasa a ser un símbolo importantísimo para la Masonería incipiente, pues es en el interior de ella donde se realizan todas las actividades y ritos del masón, y donde se estudia y se medita en los símbolos allí presentes, que desde luego no están puestos al azar, sino en el lugar y en el sitio que les corresponde para permitir que queden "fijados" en la mente y contribuyan a la transmutación alquímica de ésta por su identificación con la Inteligencia Universal, de la que es un reflejo.
Por eso mismo se sigue conservando el nombre de "taller" para designar la Logia o el Templo, porque fundamentalmente a ella se va a "trabajar", es decir a "tallar" la piedra bruta, que es el alma humana aún sin cultivar por la Vía simbólica tal cual propone la iniciación hermética y masónica. Queremos decir que a partir del momento en que prácticamente desaparece el oficio de constructor, que basaba su obra arquitectónica en el modelo cósmico descrito en el Templo de Salomón, la nueva Masonería se ve abocada a concentrar ese modelo en la Logia misma, incorporando también en sus rituales una historia sagrada y mítica que tiene al maestro Hiram, el constructor del Templo de Salomón, como personaje central, entendiendo que esta era la única manera de que el legado simbólico y doctrinal recibido de las diversas corrientes esotéricas de Occidente continuara transmitiéndose a las generaciones venideras.
Recordemos en este sentido que ese período histórico vivido por la Masonería (siglos XVI-XVII) ha sido llamado de "transición", lo que quiere decir que la antigua Masonería del oficio estaba mutando en una sociedad esotérica capaz de recibir en su seno no sólo la herencia de los símbolos y ritos relativos a la construcción, sino también los de otras organizaciones iniciáticas (incluidas las órdenes de caballería ligadas con el esoterismo cristiano) diferentes a la tradición de constructores pero que formaban parte como ella de un mismo universo tradicional y de un mismo ámbito geográfico y cultural.
Toda esa herencia se va consolidando progresivamente a lo largo del siglo XVIII y comienzos del XIX con la creación de los grandes Ritos o Sistemas masónicos (Rito Escocés Antiguo y Aceptado, Rito de York, Rito Emulación, etc.), que son los que han dado a esta organización iniciática su estructura actual. Por todo ello no es de extrañar que la Masonería haya sido llamada también "arca tradicional de los símbolos", lo que quiere decir fundamentalmente que sigue siendo portadora de una influencia espiritual que contribuye a la continuidad de la "iniciación a los misterios" en la sociedad contemporánea. Como nos recuerda nuevamente Federico González:
“La Masonería es, según todo esto, el resultado feliz de la relación y síntesis entre distintas formas de acceder al Conocimiento, y la unicidad que esas formas proclaman. Pero está claro que tamaña empresa no ha sido obra de algunas personas, o el conjunto de acciones individuales encaminadas a lograr esa síntesis, pese al agradecimiento que merecen variadas personalidades en ese sentido. La Masonería es y seguirá siendo un depósito de Sabiduría Tradicional que otorga el Conocimiento a aquellos que son capaces de recibirlo.”
La cosmogonía masónica, integrada en el Hermetismo, pudiera ser vista pues como un soporte para lograr la realización espiritual o metafísica, que es hacia la que apunta el eje polar de la plomada que pende del techo de la Logia, señalando la salida cenital hacia la verdadera Realidad, pues al fin y al cabo la Logia, como el Cosmos (la obra de arte del Gran Arquitecto), o la Caverna de Platón, es tan sólo el reflejo de una realidad superior, supracósmica y metafísica, y que como tal está más allá de los condicionamientos y limitaciones propios de lo individual.
Por eso la Masonería de hoy, de aquí y ahora, tiene un valor incalculable para todo aquel que desee realizar un trabajo de orden interno. En este mismo orden de ideas, y para que se haga tal vez más "operativo" por su efectividad, el trabajo con los símbolos masónicos debería ir acompañado de un conocimiento de la simbología universal, o lo que es lo mismo, de un estudio comparado con los símbolos, ritos y mitos de otras tradiciones, ya estén vivas o desaparecidas, pues se trata todo ello del legado sapiencial que los seres humanos de esta época hemos recibido de nuestros antepasados, de cualquier lugar, tiempo y tradición.
Estamos convencidos de que ese estudio comparado servirá para comprender más en profundidad al propio símbolo, rito y mito masónico, a los que se verán formando parte de esa Tradición Unánime o Filosofía Perenne de la que hablamos al principio. En este sentido nos consta que existen todavía en distintos lugares del mundo logias dedicadas a trabajar en la profundización de ese legado simbólico, conscientes de que sólo la comprensión de las ideas en él contenidas puede permitirles enlazar con la esencia de la Masonería y la comunicación por tanto con esa cadena de unión que constituye, como se dice en el libro Símbolo, Rito, Iniciación:
“...una imagen en el plano de la cadena vertical que entronca con los orígenes de nuestra Orden y asegura una transmisión regular, a través de los iniciados de todos los tiempos, con el Gran Arquitecto Universal.”
FRANCISCO ARIZA